viernes, 22 de abril de 2011

Mujer de barras.

Las piernas de terciopelo crudo se retorcían sobre sí mismas desde el taburete pegado con velcro a la barra del bar. Los dedos finos como alfileres se enredaban tejiéndose en un ovillo con la copa...
Me lanza esa mirada felina mientras relame los restos etílicos de sus labios, mientras se bebe su sed. Me la imagino siempre ahí. Sábado tras sábado, dejando rodar la noche sobre su piel.
 Por primera vez estrechan la mano las miradas, ambos callamos y hablan entre sí nuestros instintos.

Nadie juega con las barras de los bares como ella. Se sirve un buen gintonic con limón, saborea el whisky de su garganta, apura el vodka de su copa y pide otro tequila. Sin duda siempre fue de bebidas blancas. Mujer de barra.

La música se hace parte de ella. La sacude de un extremo a otro, siempre con su copa en la mano. Mi imaginación atraviesa luces azules, rojas y amarillas y se posa en sus costuras. Pero había algo más, no se trataba solo de costuras y retales.

Ella era decidida, tomaba las decisiones y no las soltaba. Era capaz de perder mañanas enteras encontrándose. Se desenamoraba sin llegar a sentir amor. Y se veía reflejada cada domingo por la mañana en unos ojos distintos. Ojos verdes, amarillos casi negros, y de un profundo azul pardo. Y de color en color aprendía sobre culturas, sobre personas humanas y a veces, sobre otras no tan humanas. Aprendía sobre sexo, e incluso conocía algo de francés de boina negra y de vinos italianos caros.
Trabajaba lo justo, vivía cada minuto. Saboreaba las tardes de café y libro a solas, bebía de los despertadores ajenos, y se dejaba sacar a bailar. Siempre estrenando zapatos nuevos.

Enmarcaba los consejos y los colgaba en la sala de estar. Coleccionaba experiencias como cromos. Lucía los errores como si de cristales de Swarovski se tratase. Así era ella, así la describían mis ojos:

De suave terciopelo y tacones rojos, esta vez reflejada en los mios, verdes sin más.